EL PLACER DE INSULTAR
Siempre me ha gustado llamar imbécil a quien más quiero. El insulto tiene un poder catártico que pocas otras expresiones poseen.
No sé cómo y cuándo se popularizaron los insultos. Cuando se dejó de lado la idea de mantener las formas pese a todo y se apostó por mandar a la mierda a quien hiciera falta, y cuanto antes mejor. Yo, que siempre estoy inventando teorías, lo atribuyo a la posguerra. Cuando ya han matado a la mitad de tu familia y arruinado tu vida, poco o nada te queda por perder. La dignidad es algo que hay que defender y un buen insulto, así como la omisión del mismo en ciertas ocasiones, no puede ser mejor remedio.
Cierto es que los insultos no hay que desperdiciarlos sino repartirlos con sumo cuidado en la dosis adecuada o perderán su efecto.
Su uso en la esféra íntima es liberador. Saber que estás tan cómoda que puedes insultar sin tapujos a tu pareja, sin que suponga ningún tipo de mal rollo sino todo lo contrario, es de los mayores placeres que tiene lo cotidiano.
Si al poco de conocer a alguien le suelto un ‘idiota’ o un ‘gilipollas’, puede darse por declarado mi amor a esa persona.