El susurro de proserpina

ROMA
En Roma, los habitantes más longevos son las estatuas. Ellas han visto mutar la ciudad desde la época de la ética, del diálogo y de la reflexión, hasta la época del selfie y la casi ausencia de palabra. Son cómplices de los susurros de los amantes, de las caricias furtivas, del candor del deseo, del intercambio de miradas en las salas de los palazzos mientras el tiempo va abriéndose camino en las oquedades que la erosión imprime sobre la piedra y los secretos quedan enterrados a cada paso.
La manera de comunicarnos hoy, basada en la imagen más que en lenguaje hablado, se acerca mucho a la representación que, en forma de arte, se encuentra en casi cualquier rincón, por recóndito que sea, de Roma. Todas esas obras nos escuchan y parecen hablar, no sólo a nosotros, sino entre sí. El susurro, no obstante, es tan sutil que se ha de prestar mucha atención para llegar a percibirse por el oído humano. En ocasiones, aquel mensaje que nos transmiten las obras no es desentrañado por nuestro cerebro hasta después de un tiempo; en otras, no lo entenderemos jamás.
Se oye una suerte de silbido entre las calles más estrechas de Roma. Aquí, cuando hace frío, la humedad parece traspasar los huesos hasta calar hondo. Quizá sea por la presencia de la piedra, cálida bajo el sol, gélida entre las sombras. Los turistas se agolpan a las puertas del Panteón de Agripa. Para entrar, me dicen, hay que registrar nombre y apellidos a través de un código QR. El estado de ensoñación en que me encuentro queda interrumpido por la burocracia romana. Una vez dentro, me sitúo bajo el óculo. Escucho un sonido sutil o quizá sea mi mente imaginando a Neptuno dejando pasar su aliento a través del orificio como si el panteón fuese, en realidad, un instrumento de viento.
Me acerco entre multitudes a la estatua de Nilo, quien me lleva del aire a un nuevo elemento, el agua. No hay nada como una fuente para reencontrarse con la vida, y en ese menester se encuentra la figura tallada por Miguel Angel Buonarotti, disfrutando de su melodía en plena Piazza del Capitolio, recostado sobre una miniatura que representa a la esfinge, el dios del agua, y portando el cuerno de la abundancia.
Me invade una sensación de plenitud que me acompaña hasta el Palacio de Letrán. Adentrarse en este lugar es alcanzar una dimensión nueva. Aquí, de forma cuasi irreal, me arropa un relato que, en forma de fábulas narradas en los frescos de sus sempiternas bóvedas, narra capas y capas de historia.
Las hojas de los árboles cantan a mis pies la sinfonía dictada por mis pasos hasta el Palazzo della Cancelleria. Dicen que el travertino color hueso de la fachada de este palacio renacentista fue reciclado de las ruinas romanas del teatro de Pompeyo; y es probable que las cuarenta y cuatro columnas de granito egipcio del patio interior también provengan de allí.
A las puertas del Museo Borghese me dicen que sin reserva previa no es posible entrar. Los espacios están reservados y eso que estamos en noviembre. Finalmente consigo rascar un lugar en el último grupo del día. Tras el recorrido conjunto, a punto de que el museo cierre sus puertas, vuelvo a admirar El Rapto de Proserpina. Con la sala casi vacía, puedo escuchar su lamento. Es suave y al mismo tiempo placentero. La fuerza con que Júpiter agarra a su amada para llevarla ante los dioses durante seis meses, representa un desconsuelo profundo y gentil. El otoño llega y deja la luz del verano atrás. Algo muere, pero como en toda Roma, lo hace de un modo bello.
Con la perspectiva de un presente basado en la productividad y la eficiencia, no es fácil pararse a pensar en las circunstancias en las que fue construido y tallado todo aquello que, como turistas, visitamos en Roma. He estado dos veces en esta ciudad y en cada visita me he maravillado pensando en el profundo empeño que los romanos pusieron en cada monumento que hoy, casi veinte siglos después, permanece en pie. Puede que esos susurros, que yo atribuyo a las obras, no sea más que un eco de todo aquel esfuerzo.