MARCOS PALAZZI
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Carta del editor para el Nº20 de Openhouse magazine.
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Escrito por Inma Buendía inmabuendia.com
Fotografiado por Fabián Martínez fabianml.com
Marcos Palazzi marcospalazzi.com -
RETRATOS DE VIDA
Entrar en el estudio de Marcos Palazzi (Barcelona, 1965) es, de alguna manera, entrar en su casa. Este artista catalán cuya mayor virtud es la humildad, convierte en arte aquello que es cotidiano. Su entorno emocional es el material con el que nutre una obra principalmente pictórica que se vertebra sobre ejes como el dibujo, la fotografía, la memoria y el sentido del humor.
Casi como en una escena costumbrista de las que él mismo plasma en sus obras, acudimos a la cita junto a su hija Lucía, quien entre risas, recuerdos y anécdotas, va desvelando la trayectoria y personalidad de su padre cada vez que éste resta importancia a alguna de sus gestas.
Todo en la historia de Marcos Palazzi parece suceder en un presente contínuo, como si nos situásemos en una obra de George Orwell donde sólo cuenta el ahora. Así sucede cuando le pregunto cómo y cuándo conoció a Marta, su mujer: “En Puigcerdà, supongo. De siempre. Yo iba a casa de un amigo y ella tenía casa allí”. Su obra es una forma de capturar momentos. Muchos de los cuadros que nos rodean son escenas familiares protagonizadas por sus tres hijos, su mujer y él mismo. “Cuando los niños son pequeños, cuesta más pintarlos, es más difícil. Y eso que los hice varias veces en grande. Se vendieron, es una cosa curiosa, ¿quién quiere un niño?”, reflexiona. “Cuando íbamos a las exposiciones”, explica Lucía, “mis hermanos y yo contábamos cuántas veces salíamos en los cuadros para ver quién ganaba. Un día en la playa”, continúa, “un niño que estaba jugando con nosotros decía que mi hermano le sonaba mucho. De repente cayó en la cuenta de que en casa tenía un cuadro de mi hermano Simón estirándose un diente. Claro, alguien tiene un niño y alguien tiene a Simón. Alguien me tiene a mí o alguien tiene a mi madre, a mis gatos o a papá. La gente nos compra, sí”.
Mientras Fabián y Lucía disponen el espacio para disparar los retratos, yo hago lo propio con las palabras tratando de averiguar si el artista nace o se hace. “Siempre he dibujado, desde que era pequeñito. También me gusta mucho el cómic. Ya entonces me inspiraba mucho todo el trabajo de Robert Crumb, que era underground. La revista Dossier Negro era más de historias de terror pero tenía dibujantes muy buenos, americanos casi todos”, explica Marcos.
Eran los años 70 en Barcelona, cuando no era tan sencillo acceder a dichas referencias. “Mi tío era quien se los compraba todos. Aunque es médico, le gustaba mucho el cómic. Me dejaba entrar en su habitación y leer alguno, pero pocos. Después, tomaba prestado el siempre adorado comic Spirit de Will Eisner de un kiosko. La chica que lo atendía me lo permitía, disimulando ella más que yo”. Marcos otorga parte del mérito de dedicarse a su profesión al accidente que sufrió poco antes de examinarse de selectividad. “Estuve siete días en coma tras el accidente, no estudié nada y suspendí. En lugar de entrar en la carrera de Bellas Artes, me matriculé en EINA (Centro Universitario de Diseño y Arte de Barcelona) porque América Sánchez, el diseñador, me lo recomendó. Él era profesor allí. Y poco después ingresé en la Escuela Massana y en la Llotja, que además me servía como estudio”. En seguida ganó un concurso organizado por la Galería Parés de Barcelona (con quienes continúa exponiendo) y empezó a ganarse la vida como artista.
El arte no es únicamente la profesión de Marcos sino el lugar al que pertenece, la comunidad en la que se halla inmerso desde sus comienzos. “A los 22 o 23 años teníamos un colectivo que se llamaba San Paulino. Era el nombre de la calle en la que teníamos el estudio, una escuela abandonada en la parte alta de Barcelona que me dejaron usar. Pensamos en hacer una exposición para saltarnos a las galerías. Duraba un día y era muy divertido. Se vendía bastante. Lo hacíamos cada año”.
Hoy su estudio es una joya escondida en el barrio Gótico de Barcelona, de aquellas a las que accedes a través de un modesto patio y una angosta escalera. Nada en ese recorrido hace prever lo que nos encontraremos al cruzar el umbral: grandes ventanas con forma de semiarco, cientos de obras de todos los tamaños, imágenes, pegatinas, objetos curiosos…“En el piso de arriba está Artigau, que es un pintor pop, por así llamarlo, de 83 años. Era mi profesor y yo venía a verlo de tanto en tanto. Un día le dije que me avisase cuando se fuese el vecino de abajo porque yo alquilaría el estudio, en la medida posible, y ya llevo diez años.”Lucía hace las veces de guía: “Mateo aquí no se parece a Mateo”, dice señalando un cuadro que retrata a su hermano. “Y esa es la despedida de mi perro en la cocina, cuando tuvimos que sacrificarlo”, explica junto a otra de las imágenes que, como en un álbum, recogen hitos de su propia vida.
Fabián comienza a fotografiar al artista que quiere ponerse su chaqueta favorita (verde a cuadros) para la imagen: “Cuando pienso en mi padre, pienso en esta chaqueta tan fea. Siempre la lleva. Es su look, su personaje”, señala Lucía. Es la relación que Marcos mantiene con varios objetos que nos rodean: “Esto es un trozo de hierro donde hacía las mezclas. Lo de debajo es una mesita típica pero siempre la he tenido cariño”, comenta acercándose a una especie de bandeja cubierta de colores.
De pie junto a la ventana de su pequeña tramoya de artefactos hiperrealistas, se puede intuir que Marcos Palazzi ha tenido una vida plena. Quizá su secreto no sea llegar más o menos lejos, o tener más o menos éxito. Puede que la llave de la felicidad en su caso se encuentre en la vida familiar. Una vida que retratar.