LO PROFUNDO ES EL AIRE

LO PROFUNDO ES EL AIRE

CHILLIDA LEKU

Quizá sea consecuencia de los extraños tiempos que estamos viviendo, pero cuando el me adentro en Chillida Leku —en el mes de julio, poco después de su reapertura tras el confinamiento—, un sentimiento de paz y armonía con el mundo recorre mi cuerpo. Las flores del paisajista holandés Piet Oudolf decoran la entrada de este templo de reflexión artística. Atravesado el umbral de colores morado, rosa y amarillo, me sumerjo en el personal universo de un poeta del espacio llamado Eduardo Chillida.

Con un pasado no exento de dificultades, el museo se encuentra celebrando su vigésimo aniversario. Inaugurado por la familia Chillida en el año 2000, la situación de déficit financiero llevó a los herederos del escultor, fallecido en 2002, a tratar de salvar el patrimonio cultural pidiendo una ayuda a las instituciones que no acabó de fraguar. Cerrado al público desde 2011, el año pasado Chillida Leku retomó su actividad gracias a la galería suiza Hauser & Wirth, con la que la familia del escultor firmó un acuerdo por el que mantienen su propiedad y continúan desempeñando un papel clave en esta nueva etapa más abierta al público que nunca. Noches de cine, espectáculos de danza y recitales de poesía son algunas de las actividades al aire libre que han acogido durante el verano.

Quien visita Chillida Leku puede recorrer el espacio dejándose guiar por su propia intuición, siguiendo el aroma —tal y como el escultor lo definía— de las obras. Las hayas, los magnolios y los robles forman parte de la exposición permanente del museo. Ubicado en plena naturaleza, trato de capturar en mi mente la anatomía de las esculturas con las que voy topando, pero éstas se rebelan ante mí tomando nuevos y diferentes significados, transformando su silueta de una manera genuina a cada paso. El museo que Chillida ideó hace más de treinta años, es de esos lugares que se te agarran por dentro. Quiero pensar que así era la personalidad de este escultor vasco: amable, carismático, curioso y deliciosamente obstinado. 

Un día soñé una utopía: encontrar un lugar en el que la gente caminara entre mis obras como en un bosque
— EDUARDO CHILLIDA

Unos turistas se refugian del sol bajo la copa de uno de los árboles que rodean la extensa explanada que se abre paso desde la entrada, mientras una de las guías del museo explica cómo, junto a su mujer Pilar Belzunce, Chillida adquirió en 1983 la finca Zabalaga donde, con el caserío del mismo nombre como pieza central, comenzó a materializar el sueño que rondaba su cabeza desde su vuelta de París treinta años antes. «Un día soñé una utopía: encontrar un lugar en el que la gente caminara entre mis obras como en un bosque». Chillida había vuelto de la capital francesa con la intención de desaprender, de alejarse de las influencias externas. Necesitaba encontrar una luz propia y evitar la réplica de lo que ya habían realizado culturas como la griega, con una luz mediterránea que no era la suya. Las esculturas de madera realizadas a principios de la década de los 60, con el nombre de canto crudo en euskera, Abesti Gogorra, conectan desde su esencia con este caserío, que simboliza la vuelta a los orígenes de Chillida. «Yo en el País Vasco me siento en mi sitio, como un árbol que está adecuado a su territorio, pero con los brazos abiertos al mundo. Yo estoy tratando de hacer la obra de un hombre que es la mía, y como soy de aquí, esa obra tendrá unos tintes particulares, una luz negra que es la nuestra». 

Su visión de la escultura cambió con el descubrimiento del hierro en una forja cercana a su casa, en Hernani. La oscuridad del espacio, el calor de las llamas, la incandescencia y el sonido del martillo golpeando el yunque, le fascinaron; pero fue la lucha directa con el material lo que acabó por cautivarlo. Comenzó a trabajar el hierro curvándolo y doblándolo en caliente, sin soldadura, dirigiéndolo y al mismo tiempo dejando que éste se expandiera y expresase libremente. Fue entonces cuando comenzó a cuestionarse la relación de la materia con el espacio y  en particular con el vacío. 

Creo que las obras conocidas nacen muertas y que la aventura, al borde de lo desconocido, es la que a veces puede producir arte
— EDUARDO CHILLIDA

El cobre, el cromo y el níquel fueron elementos que ayudaron a preservar las obras gracias a la capa de protección natural frente a la corrosión que estos materiales crean a partir de la oxidación. De su viaje a la India en los 70, trajo el granito rosa. En su ánimo por mantener la naturaleza del exterior de esta piedra, el escultor introdujo espacios lisos para trabajar su interior. Una intención evidente en Lo profundo es el aire, cuyo título proviene de un poema de su amigo el poeta Jorge Guillén. Sus palabras resonaron en el universo de Chillida como una especie de mantra con el que invitaba a intuir lo que sucede en el vacío, a leer entre las formas y a sentir en lo invisible. Muchas de las cuestiones a las que trataba de dar respuesta acerca del espacio, la materia, el límite o el vacío, volvían a su mente una y otra vez dando lugar a series o familias escultóricas como De Música III, Harria [piedra] IV, Consejo al Espacio IV y Lotura [unión] XXXII.

Para Chillida, el arte debía nacer desde la intuición, nunca desde la certeza. «La obra para mi es contestación y pregunta (...) No se trata de ‘representar’ de una manera más menos perfecta e incluso personal lo aparente, lo conocido por todos, sino de penetrar ‘presentar’ y hacer luz donde estaba oscuro», escribió en una de las múltiples notas que dejó sin fecha y sin orden en su estudio. Compiladas tras su muerte en ‘Escritos. Eduardo Chillida’ (La Fábrica, 2016), ellas son testigo de su vocación rumiante. Nunca dejó de analizar su obra; ni antes ni después de su finalización. «Creo que las obras conocidas nacen muertas y que la aventura, al borde de lo desconocido, es la que a veces puede producir arte». Chillida Leku simboliza ese viaje no lineal —sin tiempo, sin fecha— que el escultor recorrió a lo largo de su vida «alerta y libre hasta el final, guiado por un aroma».